sábado, 16 de julho de 2011

UNA SEMBLANZA DEL 68’ VIVIDO EN EL URUGUAY PROFUNDO


La capital del Departamento uruguayo de Rivera queda a 500 kilómetros de Montevideo y se une por una simple calle a Brasil. Allí nací y crecí al ritmo de las largas siestas de los veranos pegajosos, y las heladas que endurecían el camino matinal hacia la escuela. La entrada al Liceo me sorprendió en la casa prestada por el tío Camilo, cuyo patio plagado de bocas de jarra semisalvajes y atronadores cantos de sapos, terminaba en la Bica, eterno chorro salido del Cerro del Marco y símbolo riverense a fuerza de poesía: “Quem bebe água da Bica, fica”. El básquetbol era ocupación cotidiana y el redescubrimiento incompleto de las mujeres una novedad nerviosa. En el club Sarandí Universitario cursamos la vieja democracia, entre un presidente militar y un eterno directivo comunista, acompañados por socialistas y conservadores de variado pelaje. Los compañeros más pobres eran la prueba de que la realidad de Rivera no se agotaba en la danza multicolor de las cometas. En el Liceo decidimos hacerle competencia a la insoportable Banda de Música, donde se amontonan los hijos de papá y los reaccionarios, que las más de las veces son los mismos; en los recreos jugamos al básquetbol, y como somos la única atracción de aquella media hora de libertad, el público nunca falta; en especial un abundante público femenino para el cual reservamos nuestras mejores jugadas, traicionando sin pudor el espíritu colectivo del deporte.

Vienen las primeras novias casi formales y vírgenes, y la vanidad de un sobresaliente en Biología (para compensar el sufrimiento en Matemáticas y Dibujo). Siguen las idas en barra al baño de chocolate en la Laguna del Sol, y los sufridos bailes que buscan solamente la confirmación de un corazón, entre samba y “samba”. Llega 1968, el último año del Liceo y la nueva casa alquilada en calle Agraciada. Las únicas dos radios AM de la ciudad se hacen eco de medios de prensa montevideanos (que a su vez repiten fuentes españolas, francesas y yanquis) que denuncian una agitación juvenil creciente. Aunque había dicho que no me gustaba el pelo largo y el ruido de Los Beatles, esas noticias, repetidas por la recién creada TV 10 riverense (la única emisora uruguaya captada en la ciudad), me hicieron parar la oreja; máxime cuando mi madre era la locutora oficial del canal. Según sospeché años después, gracias a una inteligente jugada del Partido Comunista (que engrosaba sus filas a golpes de campeonatos de ping-pong y salidas al campo) surgió la idea de conquistar la directiva de la Asociación de Estudiantes de Rivera (ADER, que congregaba a los alumnos del Liceo n° 1, y que en el 68 se transformaría en “Primera Asociación…”, y por eso PADER, a raíz de la inauguración de un segundo Liceo público en la ciudad), y de crear el Centro Estudiantil de Defensa Universitaria (CEDU); la sospecha vino a raíz del papel discreto pero efectivo jugado entonces por Vladimir, mi condiscípulo, amigo y yerno del Secretario del PC en Rivera.

A ambos propósitos servían conjuntamente las reuniones del pequeño contingente de una veintena de entusiastas (en las asambleas más concurridas); esas reuniones, gracias a la mediación de María Romero, se realizaban en la iglesia de Rivera Chico, entonces a cargo del padre Verísimo. Allí descubrimos la “Gaceta Universitaria” y las movilizaciones que los universitarios llevaban a cabo en Montevideo, cobrando del gobierno una ingente deuda acumulada para con la principal casa de estudios del país. El CEDU fija como su prioridad el apoyo a la lucha universitaria que se desarrolle en la capital (de la que hace parte la ampliación de los hogares estudiantiles destinados a recibir universitarios provenientes del interior del país, la mayor parte de las veces sin beca). Préstamos oportunos de libros nos permitieron conocer tardíamente la lucha y el ejemplo del Che, merecedor de émulos.

Al Che le hacían compañía, como en “Cambalache”, las canciones de la Guerra Civil española y Françoise Hardy, sin olvidar a “Los Iracundos”, con quienes nos codearíamos en breve tras haberlos llevado a la ciudad a través de una iniciativa de PADER. Y la vida sigue.
Hay la excursión a Artigas donde juego bien al básquetbol y me congelo junto al organizador del evento a la vera de una perdida cancha de fútbol azotada por un aguacero que dificulta la visión cercana (allí terminó la promesa de “un partido en el Estadio, con transmisión por radio”); los mediocres nos miramos y, empezado el segundo tiempo, ante una arenga que me sale del alma, entramos a galopar como locos atrás de la pelota (más para combatir el frío que por deseos de jugar); al cabo de media hora un artiguense grita: “¡paren, que acá hay más de once!”; por suerte un par de compañeros cansados nos dejan al otro y a mí sus lugares. Llega el 1 de mayo. La reunión periódica en la iglesia ha designado al locuaz y “veterano” (para nosotros) Jeová, para que desde la altura de sus veintitantos años represente al CEDU en la tribuna que la Convención Nacional de Trabajadores montará en el centro de la ciudad. La hora se aproxima y nuestro orador hace saber por un mensajero que un malestar de su madre le impide cumplir el encargo. Tras una rápida deliberación al pie del estrado soy catapultado a la condición de tribuno; y allí estoy, tropezando a veces con las palabras y hablando de un proletariado que no conozco (la última gran fábrica riverense, la aceitera “Mandubí”, cerró hace tiempo) a un público raleado al que cerca en las aceras un conjunto de hombres, cuyos anteojos oscuros denuncian la condición de policías; me bajo aplaudido, todavía tembloroso y feliz. Las noticias de París empiezan a llegar con fuerza. Y las principales consignas pícaras no caen en oídos sordos. Sin duda que la más festejada es “la virginidad causa cáncer: vacúnese”, verdadera bofetada a la hipocresía reaccionaria acaudillada en Rivera por el Club Uruguay (el mismo donde los hijos de papá se maman hasta las patas antes de juntar el coraje que los lleva hasta el quilombo, o, rara vez, a embarazar una noviecita que pronto emprenderá un oportuno viaje). Como nada sabemos de la distancia parisina hasta la playa (que es la misma de Rivera), ni de la revolución que significó el descubrimiento del mar en las primeras vacaciones pagadas por el Frente Popular francés en 1936, no entendemos qué significa “bajo los adoquines, la playa”.

Pero adherimos sin pestañeos al escueto “Prohibido prohibir”. En el Liceo la derecha blanqui-colorada, sabedora de nuestra novel existencia, acaba de inventar una nueva fórmula “democrática” que contraría la vieja representación proporcional vigente en el país: del total de 15 cargos de PADER, la primera lista se llevará ocho, la segunda cinco, y luego se adjudicará uno por lista, en orden de votación decreciente, hasta completar la quincena. Así experimentamos con sorpresa y enojo las magias de la democracia burguesa. La derecha, segura de la victoria por partida doble (con la única duda del orden respectivo) se divide en dos listas; entonces, en nuestras filas y por sugerencia que años después atribuí, otra vez, al PC, se decide crear también dos listas pero votar a una sola, tras haber dado un par de votos a la otra, para que le cupiera también un cargo. María Romero fue erigida en candidata a Presidente por la lista en la que concentraríamos nuestros votos. Por ese entonces hubo una huelga (novedad casi absoluta en el Liceo) reclamando más dinero para la educación y apoyando a la Universidad de la República (extrañamente capitalina, a pesar del nombre); la Directora en persona impuso su presencia amenazante en la puerta de la institución, tras haber orientado a los profesores a poner pruebas para que los huelguistas fueran perjudicados con la ausencia de notas; a pesar de los pesares un nutrido grupo permaneció afuera hasta que se cerraron las puertas por orden de la directora, y entonces, con un puñado, elegimos el viejo camino de las anteriores rabonas inocentes, que nos llevaban a fumar cigarros mentolados mangueados a algún privilegiado, en las cercanías del campo de entrenamiento del regimiento brasileño de caballería asentado en la vecina Santana do Livramento.

 En el CEDU, todavía reunido para la campaña liceal, se conformó un núcleo de los que, casi sin confesárnoslo entre nosotros abiertamente, nos sentíamos atraídos por el Movimiento de Liberación Nacional, Tupamaros (del que sólo teníamos las noticias de prensa, donde se mezclaba un perfil de tonos mesiánicos y robinhoodescos, con la plataforma guevarista que se afirmaba en la exposición pública de la corrupción del sistema financiero y la complicidad del sistema político con la “rosca” de los poderosos, en expresión acuñada por Vivian Trías). Ese núcleo se encargó de imprimir (en el mimeógrafo de una iglesia evangélica, convencida real o supuestamente de que aquél era material liceal) volantes duros que repartíamos casa por casa en giras nocturnas acompañadas siempre por interminables ladridos de perros. Al mismo tiempo alguien había traído a ese grupo la novedad de las negras crayolas caseras, y los muros de la ciudad empezaron a lucir pintadas del CEDU (en especial una nada “políticamente correcta”, donde se acusaba de una vez al Director de la radio riverense más oída, de ser guampudo y vendido a los yanquis). La elección en el Liceo se acercaba y arreciamos la propaganda, que incluyó escarapelas que pintamos una a una con lápiz de colores y a las que dimos forma de mariposas; por entonces me decían “Pajarito” (apodo heredado de mi padre y de un tío, rápidos futbolistas ambos y al que no honraba yo con mi providencial lentitud para correr), y mi popularidad se puso a prueba cuando alguien, no sin mi aprobación, decidió intercalar entre otras pintadas a cal que hicimos en el empedrado del patio externo-anterior del Liceo, la imagen de un pájaro seguida de la expresión “está con la 3” (creo que ese era el número de la lista que habíamos decidido votar en el CEDU). Una tardecita discutía acaloradamente (en base a números que no siempre tenía redondos en mi cabeza y que acababa de extraer de la “Gaceta Universitaria” que se arrugaba en mi mano diestra) en la puerta del Liceo con el principal candidato de la lista favorita de la derecha, cuando un empujón lateral totalmente inesperado me derriba sin pena.

Levanto la cabeza y un policía me apunta con el revólver a diez centímetros de la sien, al tiempo que grita algo así como “va a aprender a no ofender al Presidente de la República”; la escena era tan novedosa que incluso el flaco Pagola (que nunca fue de los nuestros, pero era mi compañero de básquetbol en Sarandí Universitario) exclamó “¡así no!, cuando el milico me levantó de un tirón y me llevó agarrado por un brazo y con el revólver siempre apuntando a mi cabeza. Después de la primera cuadra el milico, viendo que lo acompañaba dócilmente y sin hablar, se serenó y guardó el arma; tres cuadras después entramos en Jefatura. Tras unos minutos de espera solitaria en un escritorio, apareció un oficial y me preguntó si tenía alguna queja del policía, tras anunciarme que mi madre había sido avisada y pronto vendría a buscarme; más rojo por lo segundo que por lo primero le dije que no. Poco tiempo después adiviné a mi madre hablando con el oficial atrás de la puerta cerrada y de inmediato entró para decirme “qué bonito, ¿no?, y yo trabajando…”; acto seguido nos fuimos entre sus reproches y mis intentos de explicación. La elección en el Liceo se desarrolló en un día eléctrico que nos ocupó de la mañana a la noche; de inmediato se realizó el conteo de los votos ante una nutrida concurrencia; la derecha no se lo podía creer: la elegida por nosotros fue la lista más votada, seguida de muy cerca por una de las listas de la derecha, a la que seguía a su vez de muy cerca la segunda lista derechista, y con apenas tres o cuatro votos cerraba la marcha nuestra segunda lista; pero la novel y “democrática” regla derechista había sido divulgada solemnemente incluso por la radio, y no había nada que hacer: la presidencia y otros siete cargos eran para nuestra primera lista, y uno más para la segunda; la derecha se quedaba en minoría con seis en total (¡a pesar de haber tenido, en su conjunto, más votos que nosotros!; les había salido por la culata el cálculo de que ellos acapararían con el primero y el segundo lugar 13 de los 15 cargos, dejándonos dos simbólicos escaños, que probarían que la elección y la dirección liceal tenían carácter “democrático”).

La victoria mereció conmemoración en la iglesia del padre Verísimo. Luego vino la rutina de acompañar el vaivén de los autos brasileros y uruguayos de los pitucos que nada tenían que hacer y recorrían la calle Sarandí en las noches del fin de semana riverense (de comercios cerrados, pues los free shops no pasaban entonces de promesas); Rivera siempre atrajo a los brasileros a ese paseo para ver y hacerse ver, porque tiene aceras más anchas que Livramento, que se pueblan de las mesas de diversos bares y de la entonces distinguida confitería “City”. Después de instalada la directiva de PADER presidida por María, se resolvió organizar una actividad de debate sobre la situación de la Universidad y la educación en un local céntrico; se consiguió autorización para usar el salón parroquial de la iglesia mas céntrica (situada frente a la plaza Río Branco).

Entonces llegó la información de que, en función de medidas adoptadas por el gobierno nacional, el acto necesitaba la autorización de la Jefatura de Policía. Me incluyeron en el grupo que mantendría una entrevista con el Jefe de Policía de Rivera, para obtener la autorización; era titular del cargo el Coronel César Martínez, que luego ocupó fugazmente la jefatura del Ejército, porque al parecer adhería al viejo batllismo y no comulgaba con los golpistas de 1973. El Coronel nos recibió enfundado en su habitual e impecable uniforme verde, realzado por el marrón lustroso de sus botas. Invitándonos a pasar a su amplio despacho (contiguo del que me había albergado tiempo antes) nos invitó a tomar asiento y tras extraer de su chaqueta una reluciente cigarrera ofreció cigarrillos a cada uno de los cinco o seis visitantes; la mitad (en la que me incluí) aceptó la inesperada oferta. Acto seguido el Coronel tomó asiento tras su pesado escritorio y, empuñado una fina boquilla, empezó a discursar acerca de las conquistas cívicas y educativas del Uruguay a lo largo del siglo XX. Haciendo una pausa nos preguntó qué porcentaje del presupuesto destinaba Uruguay a la educación; hubo un corto silencio, quebrado por mi voz que anunciaba firme un treinta por ciento (entonces no tenía ni idea ni de la respuesta pedida por nuestro interlocutor ni de lo que aquella extraordinaria cifra que se escapó de mis labios hubiera significado en cualquier país del mundo); el Coronel me miró complacido y paternal y nos espetó que el valor era casi ese, pues se situaba en el 27%; alguien atinó a decir que aquello sucedía en el papel porque el gobierno tenía de hecho una deuda millonaria con la Universidad; el Coronel hizo como que no había oído y siguió discursando sobre las virtudes del país y sobre la apertura que siempre había tenido y debía tener para con las inquietudes de la juventud; de pronto asió unos papeles que estaban arriba de su mesa y mirándonos uno a uno dijo: “yo sé que algunos de ustedes andan distribuyendo estos panfletos clandestinos”; el formato y las letras no podían engañar: eran nuestros volantes del CEDU; tras una breve pausa y un llamado para que tales volanteadas no se repitieran, el Coronel concluyó diciendo que para probar la sinceridad de sus palabras daba su autorización al acto pretendido, desde que la actividad se limitase al salón parroquial y no fuese seguido de ninguna manifestación callejera; asentimos rápidamente; el Coronel se puso de pie y ladeando la puerta nos dio la mano a cada uno, despidiéndose desde una considerable estatura, que su flacura aumentaba.

El acto transcurrió sin incidentes y con un público juvenil (casi todo liceal) de unas cuarenta almas, nada despreciable para una ciudad hasta entonces ignorante de las concentraciones reivindicatorias con signo izquierdista. Después de que una bala policial había asesinado en una manifestación montevideana a un estudiante que para desesperación de la derecha resultó llamarse Liber Arce, las movilizaciones en la capital habían aumentado en caudal y radicalismo; entre los liceales de la capital los FER habían conquistado espacios crecientes. En Rivera, PADER y el CEDU trataban de acompañar el ritmo. Con dos compañeros pergeñamos la idea de fabricar volantes con la firma del MLN (pasando por alto el pequeño detalle de que nunca habíamos visto a un tupamaro) en los que estampamos consignas nacionales y alguna reivindicación local. Había que decidir cómo se repartirían.

Cansados del anonimato de las perrunas rondas nocturnas y porque al fin de cuentas era la primera vez que “el MLN” se haría presente en el pueblo, decidimos que aquello tendría que hacer más ruido; y la palabra es apropiada, pues se optó por dejarlos encima de latas cubiertas por un espiral auyenta-mosquitos amarrado a un cohete brasilero (de aquellos cortitos envueltos en papel de estraza, muy usados en el Carnaval riverense, también animado por un Corso con “pomos” para mojar a las más bonitas o a los amigos, las murgas, las “escolas de samba” propias o importadas de Livramento, las “mascaritas” de disfraz casero y las plumas verdes deslumbrantes que adornaban al perfecto cuerpo femenino del popular travesti Blanquito); el espiral tendría función de mecha para permitirnos ganar la prudente distancia entre el momento de la colocación del artefacto y aquél del estallido que haría volar por los aires un ramillete de volantes. Había que decidir los lugares y el consenso se hizo de inmediato: uno debajo del banco que había en la acera aledaña a la concurrida heladería “Chucarro”, uno en el anfiteatro superior del cine “Rex” y dos en la loma del cerro que hacía de fondo al Teatro de Verano. En la noche elegida, el espectáculo de la heladería fue decepcionante pues los volantes rebotaron en el asiento del banco y se extendieron muy poco; en el cine “Rex” la distribución fue satisfactoria pero la oscuridad me impidió ver cuánta gente los recogía; cerca de medianoche el Teatro de Verano, al aire libre, estaba colmado y allí la acción valió la pena; bajando de la loma nos unimos al público y vimos como, tras la explosión, una pequeña nube de volantes se abría generosamente para caer entre brazos que los esperaban ansiosamente; cuando los murmullos arreciaban el segundo estallido sirvió a la parte del público que no había recibido la primera remesa. Antes mismo de que empezara el espectáculo, nos retiramos radiantes. Poco después la Facultad de Medicina me esperaba en Montevideo, y con ella, tras algunos meses, el MLN de verdad; la Facultad me recibió con sus calles aledañas cortadas al tránsito automotor por vallas puestas por la Policía (que en la calle General Flores dejaban cien metros vacíos hasta el Palacio Legislativo, por un lado, y hacia Garibaldi por el otro).

Marcados por el 68, riverenses que habían militado en PADER y/o CEDU y otros que jamás habían militado (incluyendo a algún ex-frecuentador del club Uruguay), descubrieron en la capital la pólvora, a saber, que en el mundo la injusticia se explica en buena medida por la desigual posesión de los medios de producción. Varios eligieron la senda del MLN y más de uno pagó con la muerte o con cárcel de hasta trece años esa elección; no faltó siquiera el traidor que confirma la regla de la debilidad de la carne. Ahora bien, Ricardo Viscardi termina un breve texto dedicado a mayo del 68 con el siguiente aserto: “El movimiento de los años 60 y la cristalización fraseológica que tuvo en las calles de París durante el mes de mayo del 68’, produjeron el auge de un prefijo que adelantó lo que vendrá después de sí, bajo la forma del Post(n+1...). El procedimentalismo temporal de la Modernidad, su lapso intelectual en Historia se ha cerrado para siempre. Ese siempre no puede ser medido por ninguna cronología y menos, por un criterio de poder en algo así como un gobierno o sistema.

Por eso, conviene plantearse el éxito o el fracaso del post-68 desde el punto de vista de las costumbres, de la creencias, de las tasas de casamiento/divorcio y de religiosidad/librepensamiento en contextos comparables, en el estilo de vida juvenil, en el ritmo de la libertad individual. Basta con salir a la calle”( in “¿El 68’? Basta con salir a la calle”, in http://ricardoviscardi.blogspot.com/, mayo 2008). Para aquellos riverenses basta mirar su vida; con o sin cárcel o exilio, nuestras costumbres han cambiado; otra es nuestra visión de la sexualidad y nuestra visión de la libertad en el seno de la familia y de la sociedad; y otra es nuestra visión de la felicidad y la ecología. Pero en mi caso, una creencia nacida en el 68 se mantiene incólume; creo que la humanidad y el planeta se merecen algo mejor que el capitalismo; en mi filosofía madura (véase mis libros) llamo “ecomunitarismo” al orden socioambiental poscapitalista capaz de reconciliar solidariamente a los seres humanos entre si, y a éstos con la naturaleza no humana; orden de carácter utópico, pero indispensable guía para la acción cotidiana que no se resigna a vagar sin rumbo (al fin tal es el uso de la utopía: sirve para caminar, como dijo un compañero argentino popularizado por Galeano). En Rivera, la calle muestra en 2008 (para bien y para mal) el antes y el después del 68.

depoimento de Sirio López Velasco, enviado por Jair Krischke, na ocasião das pesquisas para Retratos do Exílio.

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